Languidezco
y desemboco en la locura. Mi cuerpo ya no responde a los instintos que lo
nutren de vida. Muero y solo dejo silencio. Mi existencia ha sido tan
efímera que nadie se da cuenta de mi ausencia. No espero la eternidad pero me
sorprendo agonizando y sintiendo entre cada latido un frío intenso que me lleva
consigo. Se quiebra mi conexión con lo que hasta ahora creía real y entro en un
mundo de sombras sin sentido. Cierro los ojos jadeando, intentando alejarme de
mi propio espanto y descubro que no hay nada detrás de la oscuridad. No veo una
luz al final de un túnel ni caras conocidas. El dolor que recorre mi cuerpo me
obliga a permanecer en una extrema vigilia y un miedo descontrolado atenaza mi
capacidad de raciocinio. No recuerdo nada ni a nadie y me enfrento a mi fin
solo y sin fuerzas. Me entrego y en esa entrega encuentro algo de aliento
interrumpido por un inesperado dolor insoportable. Apenas soy consciente de que
sigo luchando, no quiero hacerlo pero mis órganos no responden ya a mi voluntad
y se aferran a subsistir a cualquier precio. Un cóctel químico autoinfligido me
reactiva entre estertores por apenas unos segundos, lo suficiente para hacerme
ver la imperativa importancia de lo que está sucediendo. En lo universal no soy
más que una mota de polvo que se retuerce sin aceptar que han acabado sus días,
sin embargo el dolor lo embarga todo. El
ego lucha por sobrevivir, hacinado en un espacio claustrofóbico, agonizando por
momentos y sintiéndose derrotado al fin. Sin identidad, sin dolor ni
consecuencias, mi cuerpo yace sobre un manto de sangre y relaja cada uno de sus
músculos descubriendo por primera vez su total lasitud. En ese mismo instante
noto vibrar algo en mi interior, me desvanezco, solo oscuridad.
jueves, 26 de diciembre de 2013
Diario Z. Capítulo 2. Muto - por Matías Gali
Despierto
apenas con fuerzas y me levanto como buenamente puedo. Miro el suelo y en mis
pasos dejo huellas de sangre. Espesa, casi seca. Me dirijo al baño con extrema
torpeza pero con una lucidez hasta ahora desconocida. Comprendo en menos de un
segundo que estoy muerto. Tardo aún menos en aceptarlo sorprendiéndome de la
simplicidad de los hechos. Soy consciente de que mi cuerpo me entorpece, no
siento nada de cuello para abajo pero si soy capaz de dominar mi relajada
musculatura. Mando impulsos concretos a lugares concretos de mi cuerpo y ellos
responden tardíamente pero con gran precisión, soy consciente que puedo mejorar
en esta faceta. Me siento diáfano, como una licuadora voy estrujando mis
vísceras y vomito sangre y bilis. No es desagradable para mí, comprendo
que me estoy vaciando, preparando mi cuerpo para algo desconocido. Algo confuso
analizo la situación, dándome cuenta que respondo a instintos naturales, como
si ya lo hubiese ensayado en otra vida. Elimino recursos que no necesito
licuando órganos y expulsándolos sin escrúpulos. Desconozco la naturaleza de lo
que me está ocurriendo y liquido sistemáticamente cualquier recuerdo de mi
pasado. Visualizo y comprimo mis recuerdos en pequeños fotogramas y los desecho
como si nunca hubiesen existido. Solo me dejo un recuerdo, un fotograma, una
imagen acompañada de un nombre. Lo demás se esfuma entre una gran actividad
mental. Continúo hacia el baño y contemplo mi imagen en el espejo. Demacrado,
enervo mis terminaciones nerviosas faciales hasta encontrar un tono adecuado,
no me supone un gran esfuerzo, parece que solo tengo sangre para esta función
como si hubiera sellado por el cuello mi cuerpo manteniendo vivo solo mi
cerebro, un cerebro que sin tener que mantener un cuerpo ya inservible contase
con un gran espacio para desarrollarse y trabajar. No comprendía como podía
sobrevivir sin respirar, sin un corazón, sin unos pulmones. Para mi no tenía
importancia.
Todavía
ensimismado oí un gran golpe en la puerta de entrada seguido de unos pasos.
Alguien había entrado por la fuerza. Tres individuos se acercaron a mí y antes de que pudiera siquiera reaccionar sentí como golpeaban
mi cabeza dejando de ser consciente de nuevo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)