lunes, 13 de enero de 2014

Recuerdos de un veterano

Paseaba. Arrugada su piel como una pasa pero con una vigorosidad infantil musitaba esa canción de Sabina que habla de una joven… “Era un pueblo con mar una noche después de un concierto…, tu bailabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto… cántame una canción al oído…”. Paró de repente, no sabia más de la canción, pero eso nunca había sido un problema para él, solo se había quedado con esa estrofa de las numerosas ocasiones que se la había oído cantar a su nieto. Hacía tiempo que no lo veía, sin embargo esa estrofa era su mantra particular. Ni siquiera el Alzheimer que padecía desde hacía algunos años conseguía hacerle olvidar. Respiró profundamente, sus pulmones silbaron.

Paseaba por el “malecón” del pueblo. Así lo llamaban los lugareños, mitad inmigrantes, mitad abuelos. Solo los ancianos quedaban en el puerto esperando con desidia nuevos amaneceres y contando batallitas. La inmigración aportaba juventud y los “viejos” sus historias, ambos necesarios para el resurgir desde las sombras de aquel pueblo pesquero.

Al igual que él, el pueblo fue perdiendo interés y su familia no se acercaba mucho por aquellos lares. Estaba convencido que los centros comerciales y el ocio de las grandes superficies tenían parte de culpa. No le importaba. Era demasiado mayor para entenderlo, aunque tampoco lo hubiera entendido siendo joven. Nadie en el pueblo lo entendía.

En la lejanía pudo escuchar una serie de ritmos. Tambor, trompeta, saxofón, quizás contrabajo… no reconocía ese estilo musical, lo suyo era la orquesta del pueblo con sus grandes éxitos del ayer y la charanga carnavalesca que antaño alegraba los corazones con sus letras picaronas y sus denuncias locales. Su chirigota preferida hablaba de las aventuras de un veterinario del pueblo que se fue a las Américas y acabó cosechando una fortuna como ganadero, montando un restaurante que pronto se convirtió en una gran cadena. Aseguran los más jóvenes que fue el fundador de McDonald. Todos saben que no es cierto pero aún ahora siguen presumiendo de ello.

El sonido sin duda procedía del bar de Cosme.

Aunque ya no era Cosme el propietario, el local conservaba su nombre, el pobre hombre se fue con su familia y según comentaban los más resabidos acabó conociendo el amor después de 86 años de búsqueda, en una residencia de ancianos. Su historia daba valor a la idea que reza que no hay que dar nada por sentado hasta que uno deje de respirar. Cosme, el seductor de la barra. En los 40 ya estaba en la barra del bar de la plaza. Algunas jóvenes salían de misa volviendo a entrar a la iglesia minutos después a confesarse por malos pensamientos. Lo mejor es que una estaba enfrente del otro, lo cual facilitaba el ir y venir de las muchachas casaderas. Una sonrisa se dibujo en su cara. Cosme era un rompecorazones sin saberlo, recordaba no sin dificultades.
Dejo atrás la tienda de accesorios para pesca de Antonio “el sastre”, igual te arreglaba una red de pesca que te cosía una cremallera, y caminó con precaución hacia el ruido. Así lo percibía en la distancia.
Sus pasos lentos y torpes no reflejaban su interés, bajaba la calle adoquinada presintiendo numerosos traspiés, se equivocó. Una vez estuvo frente al bar de Cosme una tempestad de recuerdos le abordaron seguido de un punzante dolor de cabeza.
A través del cristal ligeramente ahumado pudo ver a la juventud, animada, escuchando, bebidas en ristre, aquello que ya identificaba como música. Melodías cálidas, suaves y rítmicas. Percusión, viento y cuerda fundiéndose.

Se dispuso a entrar y cuando su mano entornó la puerta fue joven de nuevo, sus recuerdos se marcharon para no volver nunca más, sufrimientos y alegrías se disiparon entre las notas de música, ya nunca volvería a ser el mismo, ya no se identificaría con sus recuerdos, ya no recordaría el dolor de la pérdida de su mujer. Algo desorientado bajó el pequeño escalón de la entrada y su espíritu se dejo llevar por esta sensación hasta entonces esporádica, esbozó una sonrisa y guiñando el ojo al camarero pidió un chato de vino. Cruzó su mirada con una joven que se le acercó y le pidió bailar. Aceptó. Nada más verla, supo que era el amor de su vida. Su mirada fue lo único que aún le resultaba familiar.

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